Estampas de Montehermoso poetizadas.

El sol suele salir por donde viene cada mañana, más o menos por encima de los cerros que guardan la ciudad dormida y ya cuando la luz lleva horas encendida. No estaba previsto pero, paradojas de la geografía o del destino, el sol rompió ayer en la lejanía, allá por la Dehesa Boyal y en medio de un viento norte, frío y transparente que no suele ser habitual por esas tierras, un sol casi de sangre que no esperó a la mitad de la mañana para salir del agua; fue apenas asomarse y saltar sin vacilar para enfrentarse al frío con la osadía de un niño. Es el momento ideal para detenerse y mirar serenamente a aquellas estampas fotográficas incrustadas en nuestras pupilas, para mostrarlas una a una y así, desear transmitir nuestras sensaciones a quienes deseen captarlas. 

Hacemos, pues, un recorrido por las estaciones que componen nuestro devenir anual:

INVIERNO,

PRIMAVERA,

VERANO y

OTOÑO. (Véase cada una de las estaciones a continuación)


El invierno.

Cuando nos adentramos en el incipiente invierno, es el momento ideal para detenerse y mirar serenamente a aquellas personas que han pasado gran parte de su vida a nuestro lado. Para nuestra sorpresa, es probable que detectemos de golpe en ellos un nuevo gris o un par más de canas inesperadas. Entonces, pienso con cierta ternura de todos aquellos que a lo largo de los siglos se han dedicado a la poesía. Para resistir al lado de personajes tan tozudos, individualistas, abstractos e insistentes se requieren seres que conjuguen de una manera contradictoria una extrema dulzura con una firme y templada autoridad sobre sí mismas. La dulzura se necesita para extraer a los artistas de su ruidoso mundo de circuitería cerebral y devolverlos a la vida de intercambios comunes. 

La primavera.

Hay mucha poesía en los campos y en las calles y podemos aprovecharla en ese tiempo fugaz del estreno de la Primavera, recién recuperada. Experimentar que el encuentro con un árbol, cubierto de flores, puede cambiar nuestros sombríos presentimientos en una extraordinaria sensación de que casi nada, merece los desalientos, cuando tenemos tan cerca tal densidad de belleza, ahí cerca, al alcance de la mirada.

Un lejano poeta romano ya dijo que en Primavera nació el mundo, bajo el aliento cálido de la Naturaleza, como una especie de misterio secreto, que nos señala la posibilidad de que muchas cosas pueden nacer con ella y que los verdes brotes son sólo una metáfora de algo mucho más profundo, invisible...

 

- La explosión de las flores de MONTEHERMOSO, en estas fechas, siembran el suelo de un manto blanco, amarillo y violeta con sus pétalos primaverales. 

Los campos de MONTEHERMOSO se cubren completamente de flores silvestres que tejen el suelo como una alfombra de mil colores.

En primavera,  los campos de MONTEHERMOSO se tiñen de multitud de colores: el verde del cereal, el rojo de las amapolas, el blanco de las margaritas, el amarillo de los jaramajos.

En la soledad de los campos montehermoseños, palpitan las jaras lanzando desafiantes su perfume embriagador.

El verano.

Las mañanas montehermoseñas del primer mes del verano traen consigo, también, la promesa de algo que comienza, la renovación de nuestra vida, por lo menos la continuidad de lo que rompió el crepúsculo y el reino de la noche que son los ámbitos del temor y la nostalgia. Las mañanas del verano, tanto de junio y las de julio, esconden la seguridad de la renovación e, incluso, los sonidos habituales, como el de las campanas conventuales y devotas que trae la brisa, la costumbre de los gestos, la alegría de las mermeladas de los desayunos tostados y el fragor de las conversaciones amigas.
El verano montehermoseño es ese tiempo de ventanas abiertas que hace que nos comuniquemos más. Una música lejana que cruza la noche. La voz humana que se introduce en nuestros sueños. El ladrido de un perro, el gemido de la tórtola y el relincho de un caballo. A veces, las aguas de un río que juega entre los cantos rodados. A veces, el vaivén del recuerdo lejano. Los pasos desconocidos que se acercan y se alejan. La polifonía del viento entre las encinas y el aroma dulce del jazmín. Y el canto del gallo y el primer motor del día. Todo eso se pierde cuando nos quedamos encerrados en nuestra pecera de aire frío. En verano existe la posibilidad de diluirnos en el mundo gracias a ese invento baratísimo que es la ventana abierta, ese invento que nadie nos ofrece por teléfono.
Y es que, cuando llega el verano, y las ciudades parecen encontrar un camino más dulce, una vía más agradable de vivir en ellas, cuando los frescos del atardecer invitan a dar un imposible paseo y sentarse en una terraza entre los ruidos de los coches y las impacientes bocinas de los conductores, se diría que nos acercamos más al placer de una vida que hemos dejado atrás, en la que el ajetreo no era cotidiano sino festivo y el andar de los días rodaba con placidez y sin la desmesura y el agobio que conocemos hoy a todas horas.
El verano nos remite a sentimientos vagos de complacencia que nos provocan nostalgias y cuando caminamos de vuelta a casa, tras esa caña tomada en paz con los amigos, nos hacemos el propósito de no dejarnos envolver nunca más por el torbellino de quehaceres que llenan nuestros días, en los que apenas podemos entretenernos y saber dónde disfrutar empujados a todas horas por el próximo objetivo que nos hemos propuesto, en un rosario inacabable de cuentas que acaban siéndonos totalmente ajenas. 
Camino por las calles montehermoseñas con la vaga esperanza de que, oculta en el ramaje de los árboles, amarillo de tan seco por la falta de agua, tiene que haber a la fuerza una solución para tanto deterioro, y se nos ocurre que la oposición que tenemos hoy, en nuestra sociedad, volverá a la razón y dejará de creer que el debate se consigue con el ataque, que el insulto es el único camino para el entendimiento. Más aún, seguimos caminando y acabamos convencidos en nuestra esperanza veraniega.
Y el verano, el renacer de nuestra energía, nos recuerda que si las ramas de los árboles pueden llenarse de verdor también los espíritus pueden hacerlo y que es fácil rectificar y encontrar un camino que nos satisfaga a todos, porque la convivencia, junto con el amor, la profesión, el bienestar social, el debate y la compañía que podemos hacernos los humanos, es el bien supremo que los dioses pueden concedernos. 

El otoño

El otoño en Montehermoso es una época terrestre muy importante, aunque yo, lo confieso, vengo a mantener con él una relación respetuosa, pero más bien de duda razonable y romántica. Desde tiempos eternos, existe un ritmo presente en muchos aspectos de la vida que tienen una función positiva: existen los ritmos de los días y las noches, de la siembra y la fructificación, pero es más apasionante, para mí, observar los ritmos que se manifiestan en la NATURALEZA, porque no hay nada superior ver el sol saliendo por el valle del río Alagón, en un día gris y medio soterrado, difuso, inconcreto; un día sin gloria ni pena; un día de un amarillento enfermizo, hipotecado y absurdo.

 

Yo creo que el otoño nos desalienta, nos confunde y sorprende con las decisiones inesperadas de los equinoccios que obligan al planeta. Tiende a ausentarse temprano y de las luces entreveradas del Sol. Creo, también que, por todo ello, el otoño duerme a los pájaros, los anestesia, les canta una nana de sombras, les inyecta el miedo y los introduce en el profundo pozo del desaliento. Los pájaros delicadísimos que vivieron siempre en los libros de los niños, en los parques de los niños, los jardines municipales de los ancianos y nos alegraron con sus músicas a muchos de nosotros también sufren la llegada sigilosa del otoño.

 

El otoño, se diría, hace alarde de modestia, templando los tonos, moderando las acciones extremas: los rojos intensos del calor, los azules vehementes del frío. Así, los ocres inundan la estación como si quisieran pasar inadvertidos. Pero, al contrario, no será la de otoño una estación contenida en fenómenos atmosféricos, sino desmedida y prolífica en vendavales y tormentas: aparatosa, torrencial, luminosa de arco iris y rayos. Y es entonces cuando, sobre las hojas caídas, el ser humano alcanza a reflexionar acerca de un mundo finito, sobre el declive de las gentes y de las cosas, sobre el misterio de la luz solar que determina los solsticios. 

 

Acaso este otoño, y otros muchos otoños, vengan a darnos fe, como ninguna otra estación del año, de las grandes contradicciones del ser humano, tan arrogante y tan frágil, entre los ocres y los vendavales.

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